jueves, 26 de agosto de 2010

VINO DULCE, LA MAGIA DEL AZUCAR


En las mesas lujosas y refinadas el vino dulce ha sido siempre el rey; siendo habitualmente el único vino que se exportaba y movía en el mercado internacional hasta finales del siglo XIX, cuando la utilización del dióxido de azufre en los vinos normales, inició el cambio de disposición. Es conocido que desde la época de los fenicios hasta no hace mucho tiempo, el vino, producto natural, se hacía en los lagares y se bebía en los contornos lo antes posible, porque al cabo de cierto tiempo comenzaba a picarse o a avinagrarse, y se deterioraba. Por otra parte, si lo que se pretendía era exportarlo o venderlo lejos, la agitación y el viaje, el frío o el calor, seguro que lo malograba, y la única forma de conseguir que hiciera el viaje y llegara en condiciones razonables era como vino dulce, o lo que es lo mismo, cargado de azúcar.
La elaboración del vino dulce es sencilla. Cualquier aficionado sabe que el vino se obtiene a través de una fermentación que trasforma el azúcar de la uva en alcohol. En el caso de la del vino dulce, tiene un sistema, para elaborarlo se deja que la fermentación vaya avanzando y en un momento dado, cuando parte del azúcar se ha trasformado, pero otra parte sigue ahí, en el mosto, se corta la fermentación, añadiendo alcohol vínico que mata las levaduras y para todo el proceso, consiguiendo de esta manera lo que se llama un vino dulce natural.
El azúcar natural que ha quedado le da el dulzor, mientras que el alcohol trasformado, más el añadido, le da grado y poderío.
Las mistelas caseras son parecidas, solo que únicamente se le añade alcohol al mosto dulce sin ninguna fermentación, y listo. Otra técnica es lo que se llama vendimia tardía en la que se deja la uva sin recoger hasta que empieza el proceso de pasificación, en el que va perdiendo agua pero manteniendo los azúcares, y a continuación se fermenta.
En determinados países europeos se elaboran los vinos de “botritis cinerea” o podredumbre noble, que es una pasificación por enfermedad de la uva.
Este es un hongo que actúa decolorándolas, aumentando la concentración de azúcar y glicerina, y modificando los niveles de acidez. Como resultado final se obtienen vinos untuosos, melosos, con una punta de acidez que, acompañados por la crianza en roble, le otorgarán seguramente una respetable capacidad de reserva. Como ejemplo encontramos al famoso vino de Sauternes, cerca de Burdeos en  Francia. Ahí se da todo de forma mágica, debido a que la región es atravesada por el río Cirón, un afluente que lleva sus aguas frías al Garona, río de corrientes cálidas, como consecuencia se producen brumas otoñales que se instalan sobre los viñedos. En ese momento, se multiplican las esporas del hongo y se activan sobre las uvas, dándole al vino un color dorado casi sensual, con notas a miel, frutas secas y un toque cítrico muy sutil que recuerda a naranjas
Y luego está el rizar el rizo, es decir los vinos rancios que se colocan en damajuanas a la intemperie para que el frío y el calor los trasforme, o como los famosos Madeiras que los transportaban en barco hasta el ecuador, y volvían después de sufrir todo tipo de corrientes, calores y lluvias.
Esos vinos dulces se podían trasportar sin problemas. En los barcos el agua se estropeaba, pero el vino no, en las travesías el vino era garantía de agua y alimento, teniendo en cuenta que además del alcohol, se compone de cientos de otros elementos entre los que se encuentra el agua.
Estamos casi seguros de que el primer vino que dio la vuelta al mundo fue un fondillón alicantino, tinto y dulce de uva Monastrell, que formaba parte de los pertrechos en las naves de Juan Sebastián de Elcano.
En el caso de las malvasías canarias, estas prosperaron ya que los barcos recalaban en las islas camino de América, para avituallarse de vino para el autoconsumo. Para impedir que el recipiente del vino se cayera con el oleaje, las jarras de decantar más típicas son las que tienen una base muy ancha, siendo estas las que se utilizaban en los barcos.
Pero la base del prestigio la daba, el que se pudiera exportar y vender embotellado. Un vino tinto normal se podía conseguir en la bodeguilla de la esquina por cuartillos, pero adquirir una botella de Jerez, Málaga, Oporto, Madeira, Sauternes, Tokaj, era un lujo de casas finas y elegantes que impresionaban al invitado.
Frente al lingotazo de tintorro de una sentada, mucho más ordinario estos vinos son finos de trago corto, muy aromáticos, y asociados en gran medida a lo femenino y refinado.
Cuando, positivamente, apareció el sulfuroso el cual se añade al vino normal durante la fermentación y permite de esta forma eliminar toda una serie de bacterias que atacan el vino de inmediato, entre otras la acética, quizá la más conocida. Una pequeña aportación química que no encarna ningún peligro, naturalmente, y solo se notará en los aromas, desapareciendo con el trasiego del vino. De esta manera nos permite que el vino lleve su evolución normal, sin picarse y que se pueda embotellar,  trasportar y conservar sin problemas, sin necesidad de que sea dulce.
Desde entonces los vinos secos han ganado la carrera, pero eso no es obstáculo para que en la mayoría de los países vinícolas y en casi todas las denominaciones de origen españolas, elaboren unos vinos dulces maravillosos que merecen ser estimados. En toda la zona mediterránea se hacen excelentes moscateles, pero también buenos tintos dulces de Garnacha y Monastrell, en Priorato y Jumilla-Alicante. Rueda nunca ha dejado de hacer sus rancios, y Toro los dulces. En Galicia han recuperado sus tostadillos y Navarra donde la moscatel de grano menudo ha dado un salto espectacular, en cuanto a vinos dulces y frescos se refiere, pero Andalucía sigue siempre a la cabeza con sus Málagas, Montillas y Pedro Ximénez.
Es muy interesante descubrirlos y conocerlos, si fríos como aperitivo son una maravilla, si un vino dulce arregla un postre como nada, porqué en lugar de terminar una comida con una copa de destilado, siempre más fuerte, no acabarla con un rico vino dulce aromático y fresco que es todo un placer para los sentidos.
Ya que estamos hablando de vinos quiero informarles de los diferentes accesorios que existen en el mercado para no desperdiciar ni una gota, salvamos un mantel y no dejamos ni para vinagre.
 En esta edición hablaremos del cortagotas, que no debe faltar en la propia casa o bodega de cada amante del buen vino.
El cortagotas es un distinguido accesorio que impide que caigan gotas en el momento de servir una copa, además de añadirle elegancia a la botella y perfeccionar su servicio.
Éstos son de dos tipos. Aquellos que evitan que el vino se escurra por el cuello de la botella cuando se sirve una copa, y que suelen usarse introducidos en la boca de la misma en forma de dispensadores, y los que buscan parar o absorber deslizamientos cuando la copa ya se ha servido, generalmente con forma de anillos con material de fieltro, que se sujetan en la base del cuello de la botella y que vienen a reemplazar a la típica y antiestética servilleta anudada para evitar molestas manchas en el mantel.
Una de las soluciones más creativas y novedosas, por su practicidad, comodidad y tamaño, ha sido algo tan simple como un círculo de material sintético o Drop Stop, que se enrolla y se introduce en le cuello de la botella, además puede ser usado todas las veces que quiera y en todas las bebidas en botella, ampliando su utilidad. Sólo se debe lavar y secar bien después de cada uso.
Estoy seguro de que los sibaritas del gremio ya saben de qué les hablo, porque ellos dentro de su estuche de herramientas para el vino, dispondrán de dispensadores de plata. Para los aficionados más modestos, ahí quedan los ejemplos, pero aunque se nos caiga una gota, llenemos la copa con prudencia y ¡Salud!

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